Comentario
La creación artística del siglo XVIII estuvo presidida por la necesidad de hallar una fórmula estética que se correspondiese con los objetivos generales de la Ilustración. En este sentido, el proyecto de renovación artística de la época tuvo un carácter institucional más acentuado que en otros campos, un sesgo más oficial que se manifestó a través de los dictados de la Academia de San Fernando y del valor de ejemplo de las grandes construcciones cortesanas. Así, Claude Bédat pudo definir a la Academia como "una institución ilustrada al servicio de la Monarquía centralizada, como un organismo con la finalidad de marcar las directrices en el mundo del arte, difundir las nuevas orientaciones, controlar el gusto artístico y, en definitiva, imponer una determinada política en este ámbito". La Academia de San Fernando refleja perfectamente la contradicción entre libertad y autoridad que es propia de las Luces, a través de la sujeción de la normativa elaborada por los propios artistas ilustrados a los objetivos que les venían marcados desde los círculos gubernamentales y cortesanos.
Como vimos ocurrir en el caso de la literatura, el siglo se inicia con la prolongación de las formas barrocas, tanto en arquitectura como en las restantes artes plásticas. Así, el representante de esta etapa final del barroco madrileño, José Benito Churriguera, construye las casas del empresario ilustrado navarro Juan de Goyeneche en la colonia industrial de Nuevo Baztán (1710) y en Madrid, pasando esta última, años después, a constituir la sede de la Academia de Bellas Artes, mientras Pedro de Ribera difunde las formas churriguerescas en el Hospicio madrileño y Narciso Tomé diseña el espectacular Transparente de la catedral de Toledo. El estilo, sometido a nuevas interpretaciones, continúa vivo también en otras latitudes, como en Sevilla, donde Leonardo de Figueroa remata la construcción del Colegio de San Telmo, o en Salamanca, donde Alberto Churriguera diseña la espléndida Plaza Mayor, o en Santiago, donde Fernando Casas Novoa adosa la monumental fachada del Obradoiro a la catedral románica, o en Murcia, donde Jaime Bort compone la fachada principal de la Catedral, o finalmente en Valencia, donde el pintor Hipólito Rovira levanta el impresionante palacio del marqués de Dos Aguas, cuya fachada decora con atrevidos relieves el escultor Ignacio Vergara.
Frente a esta vitalidad de la arquitectura, que puede ofrecer otros numerosos ejemplos de excelente calidad, la pintura declina en sus centros más representativos, como Madrid, que cuenta con la figura de Antonio Palomino, conocido sobre todo en su calidad de autor de las biografías contenidas en su Museo Pictórico, o como Sevilla, donde sólo Domingo Martínez conserva el decoro de la ya periclitada escuela, o como Barcelona, que se enriquece con las obras de Antonio Viladomat, continuador de la tradición de la escuela valenciana. La escultura apenas si resiste el cambio de siglo, aunque en sus comienzos todavía produce algunas de sus mejores obras el baztetano José de Mora (como el San Bruno de la Cartuja de Granada), mientras muchos de los rasgos barrocos perduran junto a la novedad de un espiritu más delicado, una expresión más serena y una concepción más cercana al miniaturismo en la obra de Francisco Salzillo, continuador dieciochesco de la tradición de las composiciones procesionales de Semana Santa en sus mejores trabajos, como los pasos realizados para la iglesia murciana de Jesús, el de la Santa Cena, el de los Azotes y, sobre todo, la espléndida Oración del Huerto, probablemente su obra maestra.
El barroco no podía, sin embargo, convenir a una estética que buscaba emitir un mensaje racional en un tono mesurado. El academicismo optó por el clasicismo como el estilo más acorde a la época de la Ilustración, imponiendo las nuevas formas a partir de los palacios reales, los establecimientos de artes aplicadas, la pintura de cámara y las instituciones industriales, docentes o militares promovidas por la Corona.
Los palacios reales figuran entre las grandes empresas constructivas y decorativas de la época. El primer proyecto ejecutado fue el del palacio de La Granja, construido para Felipe V por Teodoro Ardemans y por el italiano Filippo Juvarra, que continuó las obras sobre las trazas del primero. La construcción del Palacio Real de Madrid fue decidida tras el incendio que, en 1734, destruyó por completo el viejo alcázar de los Austrias y fue encomendada igualmente a Juvarra, que definió una estructura general muy versallesca, luego ligeramente italianizada por su discípulo y continuador, el también italiano Giovanni Battista Saccheti. Por último, hay que referirse a las obras de ampliación del Real Sitio de Aranjuez, que fueron comenzadas por Santiago Bonavía, diseñador del pueblo que se disponía en torno al palacio, y continuadas por Francesco Sabatini, arquitecto italiano de Carlos III.
La obra arquitectónica conllevaba un gigantesco programa decorativo, que enrolaba a pintores, escultores, estuquistas, carpinteros, ebanistas, jardineros y técnicos para la ejecución de los surtidores y las canalizaciones que permitían el despliegue de la ornamentación vegetal. Conocemos los nombres de algunos de estos artistas, como los de los franceses René Frémin, Jean Thierry y Pierre Pitué, que decoraron escultóricamente La Granja, o el de René Carlier, primer arquitecto de Felipe V y director del programa decorativo del mismo palacio, o el del jardinero Etienne Boutelou, que trabajaría tanto en La Granja como en Aranjuez, pero sobre todos destacan los pintores de cámara, como, los ya citados Ranc, Van Loo, Houasse o el italiano Jacopo Amiconi, activos en la primera mitad del siglo, y Rafael Mengs, cuya personalidad, como enseguida veremos, influyó decisivamente en toda la pintura de la segunda mitad del siglo.
Para hacer frente a las necesidades ornamentales de los edificios palaciegos, los Borbones procedieron a la fundación de una serie de reales manufacturas dedicadas a las artes industriales. La primera de ellas fue la Fábrica de Tapices de Santa Bárbara de Madrid (1720), que fue dirigida muchos años por la familia de Santiago Van der Goten y que contó para la realización de los cartones que servían de modelo, como tendremos ocasión de ver, con la colaboración de algunos de los más importantes pintores de la época. Al margen de la corte, el noveno conde de Aranda, el padre del futuro ministro de Carlos III, estableció en 1727 la fábrica de cerámica de Alcora, que bajo la dirección del francés Joseph Olerys y con la colaboración de dibujantes italianos y sustituyendo a los centros ya decadentes de Manises y Talavera, produjo numerosas series de piezas, entre las que destacaron por su calidad las pintadas por Miguel Soliva en el segundo cuarto del siglo. La producción de vidrio artístico alcanzó notable brillo a partir de la protección dispensada por Felipe V, desde 1734, a la fábrica de La Granja, que bajo la acertada dirección del catalán Buenaventura Sit produjo las cristalerías y las lámparas que precisaban los salones palaciegos. Finalmente, Carlos III establecería la fábrica de porcelana del Buen Retiro, cuya producción estuvo destinada, antes de ampliarse a una clientela más extensa, a subvenir a las necesidades decorativas de la Corte. Decorado que ha de tener en cuenta también la envoltura musical, ofrecida por Domenico Scarlatti, Luigi Boccherini o Antonio Soler, todos ellos inspirados compositores cuyas hermosas melodías animaron las salas y los jardines de los Reales Sitios. Y aún debiera añadirse el arte efímero de las grandes ocasiones festivas, que creaba arquitecturas de fortuna, botaba lujosas naves por los estanques o se disparaba al aire en fuegos artificiales.
El clasicismo fue asimismo el estilo de las construcciones utilitarias del siglo. Sus formas sobrias convienen por igual a la Universidad de Cervera, a la Escuela de Guardiamarinas de Cádiz, al Colegio de Cirugía de Barcelona o a la Fábrica de Tabacos de Sevilla. Por otra parte, su fuerza expansiva desborda el ámbito civil y alcanza a los edificios religiosos: Francisco Antonio Carlier levanta las Salesas Reales de Madrid, en tanto que Ventura Rodríguez, que se ha formado con los maestros de los palacios reales y es profesor de arquitectura de la Academia de San Fernando, construye la fachada de la catedral de Pamplona y la capilla de la Virgen del Pilar de Zaragoza, mientras se deja llevar de un impulso borrominesco en la iglesia de San Marcos de Madrid.
El reinado de Carlos III está dominado por el clasicismo, pero también abierto a nuevas formas. Así, el monarca renueva su confianza en Francesco Sabatini dan testimonio de su arte. Pero, por otro lado, junto a los arquitectos clasicistas, el reinado se enriquece con la obra de otra figura que marca la transición a las formas neoclásicas: Juan de Villanueva, autor, entre otras construcciones, del conjunto de edificios científicos en torno al paseo del Prado (el Museo de Ciencias Naturales, hoy Museo del Prado, el Jardín Botánico y el Observatorio Astronómico), cuya urbanización por otra parte dio magnífica ocasión para ejercitarse a los escultores de la Academia de San Fernando, Juan Pascual de Mena (fuente de Neptuno), Manuel Alvarez de la Peña (fuente de Apolo) y Francisco Gutiérrez (fuente de Cibeles), así como también de las Casitas de Arriba y de Abajo en El Escorial y de la Casita del Príncipe en El Pardo, pequeños palacetes al gusto de la época, como lo es la Casita del Labrador, levantada en Aranjuez por su discípulo Isidro González Velázquez.
La pintura de cámara se renueva con la presencia en la corte del bohemio Antonio Rafael Mengs (1728-1779), que se muestra como un fervoroso partidario del clasicismo académico, pero también como un enamorado, al igual que los artistas neoclásicos, de la belleza del arte griego, y que ejercerá una profunda influencia sobre los pintores de la época con sus retratos del soberano y con sus frescos del Palacio Real de Madrid, donde despliega una aparatosa temática mitológica (Apoteosis de Hércules y de Trajano, La Aurora, El triunfo de Eneas), aunque en este último aspecto su obra era heredera de la de los grandes decoradores italianos que le precedieron, Corrado Giaquinto (autor también de monumentales composiciones, como las de España ofrendando a la Iglesia y Apolo guiando su carro) y Giambattista Tiepolo, que llenó varias bóvedas con sus espectaculares alegorías (Glorias de la Monarquía, La Monarquía española atendida por los dioses del Olimpo) y que incorporó a sus hijos Domenico y Lorenzo a los grandes programas artísticos madrileños. En cualquier caso, el influjo de Mengs se prolonga a través de las creaciones de sus discípulos más directos, como Mariano Salvador Maella (1739-1819), autor de retratos y de delicadas escenas, como Las cuatro estaciones, y a través de una iniciativa de capital importancia para la pintura de finales de siglo, la contratación, para renovar los cartones de la Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, de una serie de jóvenes talentos, entre los que destacan Ramón Bayeu, José del Castillo y Francisco de Goya. Las escenas de la vida madrileña de los cartones constituyen también la temática de otros pintores, como el ya citado Antonio Carnicero, autor asimismo de numerosos retratos cortesanos (Godoy, Fernando VII), y, sobre todo, Luis Paret y Alcázar (1746-1799), artista refinado que se inspira en las fiestas galantes de Watteau para componer cuadros como Baile de máscaras, La tienda del anticuario o Fiesta en el Jardín Botánico. Al margen sólo permanece Luis Meléndez, autor de admirables bodegones, impregnados de una austera e íntima poesía.
Integrante del equipo contratado por Mengs para la Fábrica de Tapices, colaborador de Francisco Bayeu en la decoración de la iglesia del Pilar de Zaragoza, Francisco de Goya Lucientes supera el marco académico de su aprendizaje para convertirse en la más poderosa personalidad artística de la España ilustrada. Tras haber realizado algunas de las mejores escenas populares de los cartones (El cacharrero, El pelele, La gallina ciega, La cometa, El columpio) y haber pintada algunas composiciones al fresco en el Pilar de Zaragoza y en San Francisco el Grande de Madrid, Goya pasará a ser el retratista de la aristocracia (duquesa de Alba, condesa de Chinchón, marquesa de Pontejos, etc.), de los grandes políticos (Floridablanca) e intelectuales del momento (conde de Fernán Núñez, Cabarrús, Jovellanos, Villanueva, Meléndez Valdés, etc.) e incluso de las figuras más populares del mundo del espectáculo (La Tirana). Su fama, que se acrecienta con la ejecución de las alegres escenas de romería que decoran la madrileña ermita de San Antonio de la Florida, una obra más de inspiración hasta el punto de ser recordado especialmente por algunos admirables quintetos con fragmentos de significativos títulos (Fandango o La retirada de Madrid).
El influjo italiano también se transparenta en la obra del mejor músico español de la centuria, el catalán Antonio Soler (1729-1783), que, formado en la escolanía de Montserrat, se instalaría en el monasterio de El Escorial, donde sería maestro de clave de los infantes don Antonio y don Gabriel y donde compondría numerosos conciertos, quintetos y obras vocales e instrumentales, entre las que quizás deban destacarse sus magníficas sonatas para clave que le sitúan en la vanguardia musical del momento.
Por el contrario, la reivindicación de la tradición española es el eje de la música del aragonés José de Nebra, organista de las Descalzas Reales de Madrid y autor de refinadas zarzuelas, como Viento es la dicha de amor. Finalmente, debe mencionarse al también catalán Fernando Sors (1778-1839), formado asimismo en la escolanía de Montserrat, famoso sobre todo por su reivindicación de la guitarra como instrumento solista y autor de algunas obras juveniles muy del gusto de fines de siglo como Telémaco en la isla de Calipso (1796), antes de su obligado exilio por su condición de afrancesado, que le llevaría a desarrollar fuera de España lo mejor de su obra, ya dentro de una estética claramente romántica.